Hola amigos, tras un largo paréntesis motivado por asuntos personales, retomo mi blog y dado que tampoco he podido redactar nuevo material os ofrezco un segundo relato que, de alguna manera, pretende ayudar a las personas agorafóbicas que lo lean, o a sus familiares, a saber que luchando se puede vencer a esta dichosa enfermedad.
Este relato data del 25-2-2010. Como el anterior (UNA TARDE EN EL PARQUE) es completamente real y estaba dedicado a una persona que hoy ya no está a mi lado, pero que no por ello le resta valor como testimonio de que DE LA AGORAFOBIA SE PUEDE SALIR.
Esta mañana me he levantado con el sabor agridulce de saber que en mi lucha contra la agorafobia quedaba aún mucho espacio por recorrer, para alcanzar la victoria final.
Ayer, en un momento dado de la tarde, tuve un ataque de pánico de magnitud considerable, a causa del cual incluso tuve que pedir ayuda a mi marido para que fuera a rescatarme, ya que no me sentía con fuerzas para volver a casa sola.
Bien mirado, la cosa no fue tan terrible ya que, al menos, había logrado resistir en un entorno incomodo para mi equilibrio mental, aproximadamente durante una hora.
Sin embargo los éxitos de las anteriores ocasiones quizás habían alimentado mi sueño de poder sentirme libre de nuevo, en demasiado poco tiempo.
Por eso, esta mañana, no me sentía del todo bien. Creo que estaba enfadada conmigo y con el mundo.
Pero no estoy dispuesta a que un problema, que creo solucionable, acabe con mi estabilidad emocional para siempre y mucho peor aún, que termine con la paciencia de mi familia y amigos y, por lo tanto, al mediodía he tomado una decisión ineludible: ¡tenía que volver a salir sola!
Y esa decisión no podía esperar, era de urgente cumplimiento. Tenía que salir sola, pero no por la tarde, ni al día siguiente, ni al otro, para ver si con el paso de las horas se me quitaba la angustia de ayer.
¡No! Tenía que salir SOLA, pero ¡INMEDIATAMENTE! Total ¿Qué problema había? Era de día, no tenía prisa y…. estaba empezando a llover…
Y como da la casualidad de que a mí la lluvia me gusta… pues… he cogido mi bolso, mis llaves y mi paraguas y le he comunicado a mi querido esposo mi irrevocable decisión, con la correspondiente sorpresa por su parte, dado que pensaba que íbamos a salir juntos.
Por lo tanto y tras tomar una infusión de manzanilla, para tratar de arreglarme el malestar que sentía en la boca del estómago ante la posibilidad de salir, he agarrado mis bártulos y me he lanzado a la calle con todas sus consecuencias.
El parque, un entorno bastante conocido para mí, me ha parecido la alternativa ideal para el paseo de esta mañana de Febrero.
El parque de mi barrio se puede recorrer bordeándolo a través de varios kilómetros transitables y está acondicionado tanto para peatones, -muchos de los cuales practican footing-, como para dar largos paseos en bicicleta. Así que he comenzado a andar a lo largo del asfaltado camino rojo, mientras mi cabeza comenzaba, como siempre me ocurre en estos últimos dos meses, a inventar historias; esas historias que a veces vuelan con el viento y otras que en ocasiones logro transformar en relatos, que luego, vía email, le envío a mi querida y sufrida amiga.
Cuando salí de casa comenzaba a llover, pero, antes de llegar al parque la lluvia arreciaba con fuerza.
No obstante yo caminaba y caminaba y dejaba que la lluvia me fuese mojando la cara y el pelo; de alguna forma sentía que aquella humedad fría me ayudaba a encontrarme mucho mejor conmigo misma.
Llevaba unos diez minutos mojándome y admirando el paisaje al mismo tiempo. Desde la zona superior, he contemplado el lago, el mismo que fotografié el día que nevaba. Ese día estaba precioso y en su cristal de hielo se reflejaban las luces de las farolas al anochecer.
Hoy sus aguas aparecían turbias y borboteaban al contacto de las gruesas gotas de lluvia que estaban cayendo; sin embargo su imagen actual seguía pareciéndome bellísima.
Llovía cada vez con más intensidad y yo seguía mojándome y mojándome, cada vez más. Hasta tal punto que una señora que también caminaba por el parque, justo en el sentido contrario, al cruzarse conmigo, me ha dicho ¡Te estás mojando guapa¡ ¿Qué pasa? ¿Es que se te ha olvidado el paraguas?
Después de las palabras de la amable y para mí desconocida señora, he sacado mi paraguas del fondo del bolso y he seguido caminando, hacia abajo, unos cientos de metros.
Seguía caminando, mientras bajaba la cuesta que se acercaba cada vez más a uno de los extremos del parque. No sabía muy bien que rumbo tomar a continuación.
De repente, como si hubiera visto una luz, he sabido que tenía una misión por cumplir.
¡Tenía que volver allí! ¡Justo al lugar donde ayer comencé a sentirme mal!
Necesitaba, sin remedio, enfrentarme a mi terror y para ello no tenía más opción que encaminar mis pasos hacia la Calle de La Reina de África.
Casi, como en una nube, me ví cruzando la calzada, que transcurre paralela al parque y por la que circulan muchísimos vehículos cada día.
La lluvia era tan fuerte que apenas me dejaba ver nada y el viento iba dejando cada vez más maltrecho mi pobre paraguas.
Más tarde atravesé en diagonal algunas calles que, en cierto modo, intuía conocer. ¡Debía de estar cerca!
Me crucé con un chaval y le pregunté ¿por favor sabes dónde está la calle de La Reina de África? Sí, me respondió, es justamente la siguiente perpendicular, a la izquierda.
Con un punto de temor me dirigí hacia el lugar al que la mano del muchacho señalaba.
[La agorafobia se traduce en una situación de miedo, de ansiedad, en un lugar público, o en cualquier lugar en que la persona que la padece no se siente segura. Por eso los agorafóbicos siempre tememos volver a ese sitio dónde se produjo anteriormente la crisis de pánico. En nuestro subconsciente queda almacenada la situación desagradable y lo asocia al propio tiempo a un lugar determinado. En definitiva existe un temor terrible ante la posibilidad de pasar por idéntica situación en idéntico lugar, por lo que, a toda costa, tratamos de evitar enfrentarnos con dicha posibilidad]
La Reina de África es una calle muy larga. Cuando me encaré con ella, un escalofrió recorrió mi espalda.
¡Bien Alicia!, pensé. Lo primero es pasar justo por el sitio donde ayer tuviste el ataque de pánico. ¡Venga sigue adelante! Un paso, dos, primero muy despacio… más rápido luego…
En un momento dado he tocado la pulsera de daditos de colores que anoche me trajo mi niña para animarme. Notaba que su tacto me daba fuerzas. Comencé a pensar en cosas que me distrajeran, aunque no lo lograba del todo. La alarma roja de mi cerebro se había encendido porque sabía que el peligro estaba cerca. Sin embargo me sentía más valiente que ayer…
Además siempre tenía la opción de tomarme una de mis pastillas...
Las llevaba encima. No tenía porque haber ningún problema…
Pero tenía que resistir, mi sistema digestivo se está deteriorando… Y además pensé en mi querida amiga… ella sufre cuando sabe que las tomo…
Seguí andando como podía, ya que el viento me daba de frente y aplastaba el paraguas contra mi cara. Tenía que continuar adelante, siempre adelante, adelante… Siempre temerosa ante la posibilidad de que volviera a pasarme lo de ayer…
Estaba nerviosa. Al mirar a mi derecha, me ha parecido reconocer, a lo lejos, algo que parecía ser la Avenida de Pablo Neruda. Una Avenida larguísima de varios kilómetros de recorrido.
Si este descubrimiento hubiese sido ayer, pensé, seguramente me hubiera ayudado a tranquilizarme un poco. Sin embargo ayer no lo vi… Ayer no fui capaz de ver nada.
Pero hoy era otro día y lo afrontaba todo con mayor lucidez.
Para facilitarme las cosas, podía optar por atravesar la calle, hasta situarme cómodamente en dicha Avenida, muy conocida para mí, pero ¡NO! ¡Mi objetivo a conseguir hoy era otro!
Tenía que seguir completo el recorrido que tanto me asustó ayer, para hacer comprender a mi cerebro que las calles, son solo eso ¡calles!, por más largas o anchas que sean; por mas edificios altos que las pueblen, por más zonas verdes que contengan. Que las calles, son solamente lugares que se pueden recorrer, sitios de los que se puede entrar y salir con facilidad. Que las calles, que los grandes espacios, en general, no engullen a la gente. Que siempre suele haber en ellas transeúntes, tan normales como tú misma y que, casi con toda seguridad, te auxiliaran si lo necesitas.
Pensando de este modo y sobre todo pensando en mis seres queridos, he seguido fielmente el camino sobre mis pasos de ayer, uno a uno, hasta lograr ver a lo alto el cartel que anunciaba el Supermercado EROSKI y justo enfrente la Asamblea de Madrid.
Después, con paso cada vez más decidido he continuado caminando hasta el Centro Comercial.
Era feliz, era inmensamente feliz porque había logrado enfrentarme a mi terror.
Por eso, cuando me vi reflejada en el baño del lavabo, con el pelo empapado y lleno de bucles por la lluvia; con la cara sonrosada por el viento; con un bolso bandolera que chorreaba agua por todos los lados y con un paraguas retorcido por los elementos climáticos, he sentido como, si de repente, tuviese 30 años años menos; como, si de alguna manera mágica, los años se hubieran borrado de un plumazo y estuviese de nuevo en la veintena.
¡Ha sido increíble! Me hubiera gustado que me hubieses visto por un agujero.
Me sentía eufórica porque ¡Lo había conseguido! ¡Lo había logrado con mi esfuerzo!
A la salida del Centro Comercial he recordado una canción, era una samba brasileña y me he puesto a tararearla.
Estaba alegre. Ahora solo me faltaba volver a casa. ¡Regresar a casa como ayer!, pero esta vez sola y andando.
Ayer no lo logré, pero hoy estaba segura de que podría hacerlo.
Y así lo he hecho. Seguía diluviando. Las calles más bien parecían ríos y los coches me empapaban cada vez que se cruzaban en mi camino, pero a mí no me importaba nada. Solo quería seguir hacia casa.
A veces incluso apartaba un poco el paraguas para sentir como caían las gotas de lluvia sobre mi piel. Supongo que algunos me habrán mirado incrédulos. Pero no me fijé porque no me importaba…
Creo que pocas veces en mi vida me he mojado más. Puede que esto me cueste un catarro pero te aseguro que, sea lo que sea, merecerá la pena.
Al entrar en el ascensor, toda yo soltaba agua, de tal forma que conforme iba ascendiendo hacia mi piso, notaba que un pequeño charco se iba formando bajo mis pies. Mi imagen reflejada en el espejo esta vez también me devolvía a esa Alicia, juvenil y alocada de hace unos años. La misma imagen que había observado hacía una hora en los lavabos del Centro Comercial. Era la misma imagen de la felicidad, pero corregida y aumentada por algo que no te he contado todavía.
Metí la llave en la cerradura y entré en el recibidor de mi casa.
Ángel Mario estaba de nuevo preocupado por mí, sobre todo después de la experiencia de la tarde anterior y también porque mi improvisado paseo, previsto inicialmente, según mis propios cálculos, para media hora, se había convertido en una caminata de más de dos horas largas.
Cuando he visto a mi marido me he lanzado a su cuello.
Nena ¿Dónde estabas? Me ha preguntado. Hoy también me has preocupado. Has tardado mucho más de lo que habías dicho y chiquilla ¿tu has visto como vienes de empapada?
¡No te lo puedes ni imaginar mi amor! ¡Estoy Happy!, ¡Estoy Happy!, -como dices tú -, repetía eufórica y sonriente. ¡No puedo ser más féliz!
¿Pero dónde has ido?
Si te lo digo no te lo vas a creer Ángel Mario: ¡He vuelto allí! ¡He vuelto a la calle La Reina de África! ¡Lo he logrado!, ¡lo he logrado!, decía yo a gritos, dando saltitos por toda la casa, mientras iba mojando el parquet, con tantísimo agua como soltaba mi ropa.
Pero Ali, ¡estás calada de arriba abajo! ¿No te has dado cuenta de cómo chorrea el agua?
Ya lo sabía. Me había dado cuenta en la calle. Estaba calada hasta los huesos.
Las zapatillas de deporte estaban inundadas y en su interior los calcetines habían crecido tanto, en tan solo dos horas, que los pies me pesaban como piedras; lo notaba cada vez que daba un paso, mientras oía el chapoteo interior al presionar la planta del pie sobre las plantillas del calzado.
La impermeabilidad del anorak que llevaba puesto, había tenido que ceder impotente a la fuerza de la tempestad, de manera que el agua finalmente había traspasado hacia el interior, empapando absolutamente toda la ropa que lleva puesta.
Los pantalones vaqueros eran como dos mangueras azules, soltando agua por cada una de sus perneras.
Por supuesto me he tenido que cambiar de arriba abajo, incluyendo la ropa interior que también estaba chorreando.
En definitiva, bien mirada, parecía una fuente con varios caños. Toda yo chorreaba, pero chorreaba de alegría, chorreaba de felicidad. Porque hoy me sentía más viva que nunca. Como el día de la nieve, como la tarde que paseé por el parque comiendo una piruleta roja, pero aun más viva si cabe que esos días. ¿sabes porque amiga de mi vida? Pues por razones que a algunos les pueden parecer niñerías pero que para mí son fundamentales:
¡Chorreaba felicidad!
Porque hoy había logrado volver a LA REINA DE AFRICA, sin paralizarme de nuevo, pero lo mejor, lo más maravilloso de todo es que lo había logrado SIN PASTILLAS.
Es la primera vez en años que salgo a la calle sin meterme en la boca un ansiolítico- ¿Qué te parece querida amiga? ¿Estás contenta?
Ayer fue un fracaso a medias.
Pero hoy han sido dos GOLAZOS tremendos que le he metido de lleno a esa cosa que llaman AGORAFOBIA o algo así… y que gracias a ti he comprendido que se puede vencer.
Hoy he logrado volver al lugar donde ayer me encontré tan sumamente mal y por si fuera poco
Lo he hecho sin ayuda de los ANSIOLITICOS
… Esto es demasiado para mí… estoy que me salgo…
Sé que no puedo echar las campanas al vuelo.
Sé que todavía me queda un largo trecho por recorrer y que este trastorno es cíclico pero ¡NO PIENSO RENDIRME!
Porque creo que muchas cosas están ahora mismo de mi lado.
Hoy incluso la lluvia me ha ayudado a tener fuerzas…
Está visto que todo lo que me están enviando desde arriba está colaborando a que yo me recupere, ya sea en forma de nieve, de lluvia, o de una persona maravillosa y sensible, como la que me envío esta Navidad como regalo de Reyes y que tanto me ha ayudado con la fuerza de sus palabras y con su paciencia al leer las mías…